Padre Bernabé Méndez, Santo patrono de Valtierrilla

J. Bernabé Méndez Montoya nació en Tarímbaro, Michoacán, el 10 de Junio de 1880. Proveniente de una familia humilde y cristiana, sus padres fueron Florentino Méndez (campesino y vendedor de medicinas caseras) y María Cornelia Montoya; fue hermano de: Domingo, Atilano,  Cleofás y Luisa.

Fue bautizado por el Sr. Cura Gregorio Martínez en el Tempo Parroquial de su pueblo dos días después de su nacimiento.

Recibió la confirmación el 12 de septiembre de 1881, por el Sr. Arzobispo de Morelia, Don Ignacio Árciga.

Aprendió a leer y escribir en la escuela oficial de Tarímbaro.

Vocación sacerdotal

A la edad de 14 años ingresó al Seminario de Morelia donde vivió durante su adolescencia y juventud. Durante sus estudios sacerdotales, contó con el apoyo económico de algunas familias del pueblo.

El 6 de Abril de 1902, recibió la tonsura y las Órdenes Menores. El 30 de Agosto de 1903, el Subdiaconado.

“El Subdiácono Don Jesús Méndez es persona de buena conducta y ha dado prueba de tener vocación. Sus estudios los han hecho con regularidad obteniendo medianos adelantos”, dictaba el informe del Padre Rector Don Francisco Nieto.

Se ordenó como Diácono el 23 de Julio de 1905 y de Sacerdote el 3 de Junio de 1906, en la Capilla Arzobispal de Morelia por el Sr. Arzobispo Don Atenógenes Silva.

Cantó su Primera Misa en se pueblo natal, Tarímbaro, el 22 de Junio de 1906, el día de la Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

Ministerio Sacerdotal

En ese entonces había un decreto del Sr. Arzobispo Don Atenógenes Silva, por el cual, todos los sacerdotes recién ordenados, debían iniciar su ministerio sacerdotal en las Parroquias del arzobispo, situadas en la región llamada “Tierra Caliente”.

De 1906 a 1907, se desempeñó como Vicario de la Parroquia de San Juan Huetamo; ahí sufrió un agotamiento nervioso que lo habría de marcar toda mi vida.

Una vez repuesto de la enfermedad, fue enviado a la Parroquia de Pedernales, donde permaneció de 1907 a febrero de 1913. Tras recaer en su enfermedad fue promovido como Vicario en Valtierrilla, Gto., lugar pequeño de gente sencilla.

Su obra social en Valtierrilla

En la comunidad salmantina les enseñó cantos a los niños del Catecismo. Fundó la escuela parroquial y un Centro de Obreros Guadalupanos.

En su apostolado fue prioridad el Catecismo, el apostolado de la oración, la Vela Perpetua y las Hijas de María. Con amplia visión en la Pastoral Social, promovió obras sociales en favor de la gente necesitada y fundó una Cooperativa de Consumo.

Precursor de la fotografía en Valtierrilla: “Me gustaba captar las escenas de la vida diaria y la belleza de las criaturas de Dios”.

Organizó una banda de música. Y como herencia de su padre, recetaba medicina homeopática a los enfermos.

El Conflicto Cristero

Desde la firma de la Constitución de 1917 y de manera más directa en los años veinte, se recrudeció la persecución contra la iglesia en México, pues algunos de  sus artículos lesionaban la libertad religiosa. Los Obispos hablaron con el Presidente Calles para evitar problemas posteriores, pero fue intransigente e inflexible.

De  1926 a 1929, se suspendieron los cultos religiosos. Se cerraron Templos, los Obispos fueron expulsados de sus sedes y los sacerdotes de sus Parroquias.

Algunos sacerdotes realizaban los sacramentos de manera oculta. En varios lugares de México (Jalisco, Coima, Michoacán…) muchos católicos tomaron las armas de defensa de los derechos de la iglesia y de la libertad religiosa.

Por su parte el Padre Méndez se quedó con sus feligreses, “no quería verlos como ovejas sin pastor”. Ejerció el ministerio sacerdotal de manera oculta, a pesar de que el enemigo estaba cerca, en Sarabia, a pocos kilómetros de Valtierrilla.

Todos los días celebraba misa en la madrugada; bautizaba y confesaba a esas horas. Por las noches atendía a los enfermos.

Algunos hombres de Valtierrilla planearon sumarse a los cristeros, naturalmente sin su consentimiento y fijaron como fecha el 5 de febrero de 1928. Sin embargo, fueron delatados.

Dos días antes de su muerte:

Relatos tomados del libro: Vida y obra del mártir San Bernabé. Maestro, pastor y amigo de Ma. Dolores Mendoza Silva.

Viernes tres de febrero de 1928

¿Qué pasa? ¡Dios! Todo se ve triste. El pueblo ha sido despertado por un repentino aullido de perro y un viento helado que cala hasta los huesos.

Poco a poco, sigilosas siluetas cubiertas con rebozos y gabanes se ven caminar entre la penumbra. Sus cautelosos pasos los llevan a escuchar la palabra de Dios en una pequeña sala contigua a la capilla.

Cumplidos sus deberes cristianos y antes de que el día despierte, las personas vuelven con la misma cautela a sus quehaceres ordinarios.

Las calles se ven desiertas, solo han salido de sus casas una que otra mujer para llevar el almuerzo a su marido, quien forzosamente debe realizar alguna labor en el campo.

Ya es la una de la tarde, los perros continúan aullando y el aire parece enojado, se oye como si rasguñase las paredes de adobe y pateara la tierra que, enojada se levanta formando tremendas polvaredas que cubren las pequeñas casas, de donde nadie se atreve a salir. El lugar se siente inquieto, desolado.

Sábado cuatro de febrero de 1928

El día amanece como el anterior. Es de madrugada, nuevamente los fieles atraviesan la penumbra con la finalidad de ir a escuchar la palabra de Dios.

Después de hacerlo y antes de que las tinieblas se retiren, algunas personas realizan sus copras en las tiendita de don Chencho, otros van con don Marcial Plaza, quien ha colocado la banderita roja a la entrada de su casa para anunciar la venta de carne. Pronto el humo de las cocinas comienza a perderse entre las tolvaneras que continúan arrastrando el triste lamento de los perros, el inquietante canto de los gallos y el quejumbroso mugido de las yuntas, que a querer o no comienzan el barbecho de las tierras, tarea que realizan hasta que los últimos rayos de sol, teñidos por un rojo intenso, comienzan a perderse entre las gruesas nubes que han cubierto al pueblo.

El viento continúa arañando todo lo que encuentra a su paso, llevándose con él los quedos murmullos de los misteriosos hombres que, luego de reunirse en La Caja Nueva se dirigen a la hacienda de San Bernardo, donde los recibe bajo el peso de la noche, el administrador de la hacienda “El Guachupín”, como lo llaman ellos.

Horas antes, cerca de las ocho de la noche, un joven solitario, envuelto en gabán de lana se acerca a la delegación para solicitar auxilio, su nombre: Román León, vecino del rancho Los Vázquez a quien querían asaltar a orillas del río Laja, que pasa a inmediaciones de Valtierrilla.

Mientras el delegado busca la manera de ayudarlo, el joven se sienta en un rústico banco de madera su corazón palpita agitadamente, de manera disimulada a persigna tratando de calmarse, sin embargo a su mente llegan como ráfagas de viento los rostros de su familia, de sus amigos, y desde luego, la del padre Méndez. Al pensar en él, un sudor frío cubre sus sienes, se lleva las manos a la cabeza y repentinamente siente una fuerte sacudida que lo lleva a recordar cada momento vivido al lado del sacerdote, desde aquel lejano día, cuando él era aún un niño y el clérigo llegó por primera vez al pueblo.

Sábado 4 de febrero

Aparte de un “Dios nos ampare”, solo un viento invernal acompaña a los misteriosos hombres a la Hacienda de san Bernardo, donde solicitan armas y caballos al “Gachupín” encargado.

— ¿De parte de quién? Pregunta el “Gachupín”.

Todos guardan silencio por un instante, por lo que veían, por si mismos sería difícil conseguir algo. Sin pensar más, uno de ellos grita:

— ¡De parte del cura!

— El Gachupín se da media vuelta para atender a la solicitud.

— Los hombres se quedan discutiendo un poco aquella respuesta, jamás habían querido involucrar al sacerdote, sin embargo las palabras ya estaban dichas. Enseguida un silencio sepulcral se apodera del lugar y ellos sienten un helado escalofrío que les recorre el cuerpo.

En cuanto les otorgan lo solicitado, el grupo regresa sobre sus pasos. De vez en cuando se preguntan sobre la suerte de su compañero Román León.

Según sus planes, él debía presentarse con el Delegado Cesáreo Ramírez argumentando que querían asaltarlo a orillas del río y solicitarle apoyo para que de esta manera el delegado les facilitara a los hombres poseedores de alguna arma.

Ignoraban que hasta el momento todo había salido conforme a lo planeado; pues aun cuando en los últimos momentos, al presentarse ante el delegado argumentando que querían asaltarlo, la preocupación por la suerte de un sacerdote se apoderó de él y estuvo a punto de desistir en su encomienda; todo el plan había resultado un éxito y ante su petición y angustia, don Cesáreo le había facilitado a “los vecinos Miguel Escoto, José López, Gabino López, Agustín Miranda y Juan Vargas” para que lo escoltaran hasta su domicilio.

Domingo 5 de febrero

Ya es el tercer día continúo que tanto el viento huracanado como el aullido de perros no ha cesado.

Para muchos la noche ha sido una de las más largas y tormentosas, principalmente para quienes están enterados del movimiento que se ha organizado en el pueblo, así que conocedores de eso y preocupados por el extraño comportamiento de los caninos sienten un mal presagio y elevan sus oraciones al cielo.

El cura por su parte ignora lo planeado por los hombres de la comunidad, sin embargo su sueño tampoco ha sido tranquilo. Le preocupa mucho la suerte se su gente, sobre todo después de los desmanes que provocara el Ejército Federal al mando de Macario Gasca, el pasado 24 de octubre, cuando saquearon varias tiendas y amenazaron de muerte a algunos pobladores.

Después de algunos fallidos intentos por dormir decide salir al patio. Observa el cielo, otras veces con un azul y estrellas resplandecientes, ahora escondido tras una densa oscuridad.

Con pasos seguros y firmes atraviesan el salón del templo, cruza la sacristía y finalmente se postra ante el santísimo.

Así, completamente solo con Dios, se une en oración con él.

Le agradece el don de la vida, los años felices de su infancia al lado de su entrañable familia, pero sobre todo, le agradece el llamado que le hizo cuando sólo contaba con catorce años de edad en los maravillosos años de su adolescencia y tuvo la oportunidad de ingresar al Seminario de Morelia, donde vivió el dinamismo y alegría propios de su edad combinados con el estudio, el deporte y la oración.

Agradece desde luego por las personas de su pueblo que lo apoyaron económicamente mientras estudiaba.

En ese instante, cuando estaba en íntima oración con Dios, llegaron a su mente todos los momentos de unión especial con su Creador: cuando recibió la Tonsura y las Ordenes Menores a la edad de veintidós años, un año más tarde un treinta de agosto. Para el Diaconado, un veintitrés de julio tenía ya veinticinco años y, finalmente, vio coronados sus ideales con la Ordenación Sacerdotal de manos del señor Arzobispo Don Atenógenes Silva, un tres de junio de mil novecientos seis.

Dentro de ese mes de agradables recuerdos llegó el día en que cantó la primera misa en su tierra natal Tarímbaro, un veintidós de junio, fiesta del Sagrado Corazón a quien le tenía una profunda devoción.

Finalmente, recordó a sus feligreses de Huetamo, Pedernales, donde murió su papá en 1908, y desde luego de Valtierrilla. Los apacibles y gratos días compartidos con ellos le parecían tan presentes; al igual que las situaciones difíciles, aquellas en que habían compartido la tristeza, la angustia y que los había unido de una manera especial a Dios. Por cada momento vivido eleva una oración de agradecimiento, deseando en lo más profundo entregarle su vida mediante el servicio, la oración e incluso el sacrificio.

Se prepara para celebrar la santa Misa

Después de este momento de intensa comunicación con Dios se prepara para la celebración del Sacramento de la Eucaristía.

Afuera el viento continúa enojado y un extraño cantar de gallos recorre con él las calles del pueblo que un tanto inquieto comienza a despertar.

Con dificultad don Marcial Plaza enciende la hoguera para comenzar a freír los chicharrones, y en breve, sigilosas siluetas cubiertas con rebozos, gabanes o cobijas de lana caminan entre las penumbras. Sus pasos los llevan al templo, ahí empujan cuidadosamente la pesada puerta de madera, que vuelven a emparejar después de haber entrado al atrio, atraviesan con cuidado una segunda puerta para entrar a una pequeña sala adjunta al templo y que daba la sacristía, en donde los últimos días se realizaba la celebración de la santa misa. Sin embargo, ese día acude un mayor número de personas, de manera que se acomodan dentro del templo para escuchar la palabra de Dios trasmitida a través del Padre Méndez, quien ese día se ve especialmente sereno, como si les transmitiera una reconfortante paz interior.

Durante la celebración se le observa una profunda entrega, un inmenso amor que refleja en una dulce mirada cuando realiza la consagración y al momento de escribir el cuerpo y la sangre de Cristo.

Los federales llegan a Valtierrilla

Mientras esto sucede en el interior del sagrado recinto, en los sombríos caminos del cerro, El Puerto, Los Vázquez y Los Negretes, hombres armados con palos, machetes, pistolas, escopetas y carabinas se dirigen en veloz carrera, unos a pie otros a caballo hacia Valtierrilla.

Casi al mismo tiempo y otro manejando estrepitosamente un yip, atraviesan el Camino Real que viene de Sarabia, toman la calle Honda para posteriormente dar vuelta en la calle Derecha. Pero ellos no usan huaraches ni van armados con palos. Por el uniforme que visten y las botas que calzan. Se les identifica como federales.

El intrépido trotar de la caballeriza provoca gran pánico en la población. Algunos se esconden en sus jacales, otros, quienes están en espera de los chicharrones que vende don Marcial, a escasos cien metros del templo, por la calle derecha, corren despavoridos. En la carrera algunos llegan a la plaza y se esconden como pueden, otros brincan las cercas y se ocultan en casa de Don Marcial, de don Justo Torres y otras cercanas.

El viento se intensifica, los aullidos crecen, cacaraqueos, mugidos y relinchos al mismo tiempo convierten al poblado en un grotesco escenario, que en segundos se convierte en trágico con el ensordecedor ruido de los disparos.

Al percatarse de situación, los soldados se dispersan rápidamente, algunos saltan por la cerca de casa de don Marcial para sacar a quienes se habían escondido ahí; otros se paran frente al zaguán del curato apuntando hacia la casa del padre y otros más corren disparando hacia el templo con la intención de buscar a quienes vieron correr hacia allá.

Ante las circunstancias los cristeros resguardados en los portales de Crescencio Vásquez y Eulogio Armenta deciden responder al fuego.

La batalla es breve pero intensa, los soldados tocan la retirada creando confusión en el ejército cristero que rápidamente se dispersa, algunos huyen hacia el cerro. Los soldados aprovechan ese momento y continúan con los disparos. En el portal de Eulogio causaban la muerte de un contrario, al parecer de la comunidad de Comaleros, en el portal “El Porvenir” hieren accidentalmente a doña Dolores, esposa de don Crescencio Vázquez. Al mismo tiempo otro grupo de federales entra en precipitada carrera al templo, a su entrada asesinan a dos hombres: Román y Fortino León.

Van en busca del cura de la iglesia

Ante el peligro, el sacerdote toma el copón con las hostias consagradas, lo coloca junto a su pecho y lo cubre con la delgada tilma que lleva puesta cual gabán. Pide a sus fieles protegerse y ellos asustados buscan un lugar  seguro, algunos corren a la sacristía.

De inmediato los federales se apoderan del lugar. Con insultos y amenazándolos de muerte, uno pregunta a los que ahí encuentra:

— ¿Tienen Cura?

Con gran temor todos responden que no, sin embargo, con la inocencia característica de los niños, la voz de un pequeño responde afirmativamente. De inmediato los soldados corren por todos lados, uno de ellos mientras pregunta por el sacerdote, amenaza con su carabina al joven Esteban González, de dieciocho años, escondido en la sacristía tras la figura de un santito. Otro soldado sube a la torre para buscarlo y al mismo tiempo poder vigilar mejor cada movimiento de la gente.

El templo se ha vuelto un caos, las mujeres son presa de la angustia, el llanto, la desesperación. Un uniformado solicita una de ellas ponerse de pie, en su lugar lo hace la señora Ruperta González y sin más, aquel hombre le dispara a matar. Cubierto de sangre, el cuerpo de la anciana queda tendido cerca al barandalito, por el comulgatorio.

El soldado que ha subido a la torre descubre al sacerdote junto a una ventana de la notaría, protegiendo el copón de hostias. De inmediato grita a sus compañeros:

— ¡Ahí está el cura, y está armado!

Ante la angustia de los presentes, el grupo armado encuentra al sacerdote y con gritos e insultos se dirigen a él:

— ¿Es usted el cura? ¡Entregue el arma! Con su mirada serena el sacerdote los observa y tranquilamente les responde:

— Sí, soy el cura, pero no estoy armado. Sólo esa respuesta, solamente ese “Sí soy el cura” es motivo suficiente para que lo acorralen y con mayor fuerza continúen insultándolo.

El llanto de las mujeres es amargo, el de los hombres silencioso. Todos sufren al escuchar cómo le faltan al respeto a su sacerdote y ellos no pueden hacer nada, aun así hay quien se atreve a suplicar:

— ¡Por el amor de Dios, no le hagan nada al padre!

Las majaderías interrumpan aquellas palabras de súplica, mientras el sacerdote les muestra el copón de hostias consagradas que cubre bajo su tilma.

Luisita y Conchita (hermana y sirvienta del padre respectivamente) lloran amargamente, y sin importar las consecuencias toma al sacerdote de los brazos mientras continúan implorando a los soldados para que lo liberen.

— ¡Dejen de chillar viejas locas! ¡Y con una chingada apártense de él! ¡Váyanse a hacer su circo a otro lado! ¡Lárguense de aquí si no quieren que orita mismo los ajusticiemos!

— ¡Hagan con nosotras lo que ustedes quieran, pero a él déjenlo en paz, es inocente, tengan piedad!

Como única respuesta continúan recibiendo insultos, amenazas y golpes que las hace caer al suelo, pero ellas no dejan de pedir clemencia.

— Es la voluntad de Dios  –les dice el canónigo para consolarlas. Les duele mucho verlos a todos tan angustiados e indefensos, él los conoce, los ha guiado, se ha encariñado con ellos, siempre ha buscado su bienestar.

A empujones tratan de sacarlo, pero él con voz tranquila y mirada serena se dirige a sus agresores:

— Con todo respeto caballeros, ¿puedo hacerles una petición?

— ¡Con mil demonios, hijo de…! ¿Crees que tenemos tu maldito tiempo? ¡Miserable, desgraciado, pero… vamos, está bien, habla de una buena vez, antes de que nos arrepintamos y te pidamos perdón, ja ja ja!

— Lo púnico que les pido son unos minutos para recibir el Cuerpo de Cristo…

¡Con un demonio! ¡Deja de estar jodiendo! ¿Qué, a poco piensas que tu Dios va a venir con sus ángeles a salvarte? De veras que estás pendejo, idiota miserable, pero bueno… ¡Apúrate pronto, jámbate tus obleas, si no quieres que aquí mismo te demos gallo!

El presbítero hace una breve oración, imparte algunas hostias a Luisita y Conchita, el resto las consume él. Hecho esto y después de entregar el copón a su hermana, ante la mirada de incredulidad, el llanto y el desconcierto lo empujan sin ningún cuidado. No opone resistencia, camina sereno, sin embargo, en el fondo, siente una inmensa tristeza. Le duele en el alma el dolor de su gente, los ve tan desvalidos, tan indefensos, de modo que nuevamente vuelve a decirles:

— Es la voluntad de Dios.

Sus últimos momentos

Cruzan al atrio mientras el sol aún se niega a despertar, tal pareciera que se une a la tristeza de aquella gente que impotente, observa como empujan al clérigo bajo las malolientes ramas de añosos pirules y junto a las punzantes hojas de enormes magueyes, para luego hacerlo sentar sobre un viejo tronco de mezquite.

Una vez ahí, con voz imponente y encolerizada que refleja un odio inmenso, el Capitán da la orden:

— ¡Preparen!

— ¡Apunten!

— ¡Fuego!

Tres ensordecedores disparos rompen el atormentador silencio.

Las mujeres, algunas desvanecidas sobre el helado suelo, se han cubierto el rostro con su gastado rebozo. Sin embargo, nuevamente la voz encolerizada vuelve a ordenar a sus soldados que disparen, pero por segunda vez, los proyectiles golpean el suelo.

La cólera hace presa del Capitán, quien totalmente desencajado y fuera de sí se acerca a la indefensa víctima, ordenándole ponerse de pie, para bruscamente buscar entre su humilde ropa lo que inexplicablemente lo ha salvado de muerte segura. De un jalón le arranca un crucifijo y tres medallitas que lleva sobre su cuello. Hecho esto retrocede algunos pasos y acciona tres veces su pistola.

La gente llora amargamente. Los hombres se quitan su sombrero y un profundo dolor los desgarra por dentro. Las mujeres casi desfallecen, sufren tal agonía que les hiere el cuerpo, la mente y el alma, ni sus lágrimas son capaces de expresar lo que sienten.

Eran aproximadamente las 7 de la mañana del 5 de febrero de 1928.

Fue sepultado en Cortazar

Su cuerpo estuvo tirado hasta las 3 de la tarde. Los soldados pidieron a un hombre llamado Elías Torres que llevará en su camión el cadáver a Cortazar.

Cuando llegaron a la Estación de Sarabia, los soldados colocaron el cuerpo del  Padre en la vía del tren para que fuera despedazado. Sin embargo, las esposas de los oficiales los quitaron y lo llevaron a un portal de la población donde fue velado.

Los soldados intentaron sepultarlo un machero, pero ante ruegos de las personas fue puesto en una caja de madera para ser llevado a Cortazar, donde fue sepultado en el Panteón Municipal. Actualmente los restos del Padre Méndez se encuentran en una urna en el piso del Presbiterio del Templo Parroquial de Valtierrilla.

Fuentes:

  • San Bernabé de Jesús Méndez Montoya. “Martí de la Eucaristía”. Diócesis de Irapuato, Gto.
  • Vida y obra del mártir San Bernabé. Maestro, pastor y amigo. Ma. Dolores Mendoza Silva. Editorial Radar 2016.

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