El metate da un sabor único a los alimentos, ya que en sus piedras existe algo más que fuerza. Te contamos sobre esta herramienta de la cocina de nuestras abuelas
Vivimos una época en la que ya no solemos tener contacto con la tierra; la siembra, el riego y la cosecha, todas son actividades que se realizan de forma segmentada, para luego pasar a otros procesos de producción desvinculados. Poco a poco dejamos de comunicarnos con lo esencial de la vida, con los procesos que nos alimentan y forman parte de nosotros mismos. Antaño existían técnicas que requerían de la intervención directa del cuerpo para transformar las materias primas. Este es el caso del metate, una herramienta rústica y primordial, cuya presencia era vital en la cocina de nuestras abuelas.
La palabra metate proviene del náhuatl metlatl, cuyo significado es “piedra de moler”. Tuvo su gestación en las cocinas prehispánicas y puede estar hecho de roca volcánica o barro. Está compuesto por dos piezas: una plancha rectangular con relieve curvo, y el rodillo o metlapilli, del náhuatl “mano del metate” o “hijo del metate”. Por su parte, los mayas del sur de México y Centroamérica lo conocen como Iu-Ka.
El metate sirve para moler granos y especias. Aún en algunas regiones es la maquinaria indispensable para moler el maíz y así transformarlo en masa para tortillas, tamales o atole. Asimismo, fue protagonista en el proceso de producción de mole, triturando chiles, chocolate, pan, tortillas y los secretos de cada sazón. Su uso ponía a prueba la fuerza de quien, sobre el petate a ras de suelo, molía y amasaba los ingredientes junto al calor de los braseros.
En el México antiguo el metate era signo de lo femenino, el ruido de las rocas se asociaba inmediatamente a las madres que preparaban de comer. Frijoles de olla, salsas, quesos… Todo estaba asociado. Nuestras abuelas sabían que el metate también era un símbolo de comunidad, pues los trabajos siempre se hacían en familia; mientras una mujer preparaba la masa, alguien más perfumaba con su piel las tortillas que formaba. Por su parte, los hombres se dedicaban a las actividades agrícolas y ganaderas. El metate era símbolo de lo interno y el grano era esperanza sembrada en el exterior.
El rústico estilo del metate aún remite al hogar, a la transformación de lo inerte en vida, a la hechura de los hombres y mujeres de maíz. El trabajo de las mujeres, de aquellas que trenzaban su cabello, y que tenían en esta actividad un ritual cotidiano y corporal, tierno y enérgico.
Poco a poco la tecnología ha aligerado el trabajo físico de la humanidad. Sin embargo, algo en nuestro interior rememora con nostalgia lo artesanal, pues hemos perdido el contacto con la vida, con ésa que no cesa de parir.
Hoy el metate se vincula mayoritariamente con la falta de progreso, o sencillamente se expone como pieza de colección. Por fortuna, en el México profundo aún está vigente. El metate habita entre las familias que aún labran el campo, donde los niños duermen piel a piel con los padres, en donde hay contacto con la tierra y el día comienza al amanecer. Está presente entre quienes amasan su destino, aman lo sencillo y la vida es su origen, por lo cual jamás les podría parecer ajena.
Tomado de: México Desconocido.